Hoy seguimos nuestro largo recorrido por la tabla periódica en la serie Conoce tus elementos en la que tratamos de mostrar, al estilo de El Tamiz (“antes simplista que incomprensible”) las propiedades más importantes y curiosas de cada elemento químico, cuándo se descubrió, por qué se llama así, para qué se usa…
En el episodio anterior estudiamos el azufre, el elemento de dieciséis protones. Hoy hablaremos por lo tanto del elemento número 17, uno de los más reactivos y, por lo tanto, de los más útiles y al mismo tiempo peligrosos: el cloro.
Puesto que un átomo de cloro tiene diecisiete protones, si no está ionizado tiene también diecisiete electrones. Si has seguido esta serie desde el principio, no tendrás demasiados problemas para predecir las propiedades generales del cloro: dos electrones ocupan la primera capa, la más cercana al núcleo (ya estudiamos el elemento que tiene esa capa completa, el helio), los siguientes ocho electrones llenan la segunda capa (el elemento correspondiente, con las dos primeras capas completas, era el neón)… pero la tercera capa no puede estar llena.
En esa tercera capa hay lugar para otros ocho electrones, pero de los diecisiete disponibles diez ocupan las primeras dos, de modo que sólo quedan siete en esta capa: habría lugar para uno más. Como hemos mencionado ya en entradas anteriores de la serie, un átomo es estable cuando los niveles energéticos están llenos, de modo que el cloro está muy, muy cerca de ser estable: simplemente un electrón más completaría la tercera capa (dándole la configuración electrónica del argón). Este estar “muy, muy cerca” de ser estable hace del cloro, irónicamente, muy, muy reactivo – su avidez de electrones es enorme.
Sólo hay dos elementos más electronegativos (“hambrientos de electrones”) que el cloro: el flúor y el oxígeno. Al igual que en esos dos casos, la gran avidez de electrones determina muchas de las propiedades del cloro.
En primer lugar, si se expone cloro a cualquier elemento deseoso de perder electrones para ser estable (como, por ejemplo, el sodio), ambos se combinan rápidamente para dar una sal – en este caso NaCl, cloruro de sodio o sal común. Esta propiedad de ser “generadores de sales” de los elementos similares al cloro hace que ese grupo de elementos que están a un solo electrón de ser estables se denominen precisamente halógenos. Y buena parte del cloro con el que tú, querido lector, has estado en contacto a lo largo de tu vida ha sido precisamente el de la sal.
Pero el cloro es un elemento extraordinariamente común en nuestro entorno: es el tercer componente fundamental del agua de los océanos, tras el oxígeno y el hidrógeno; el noveno más abundante en nuestro propio cuerpo, y esencial para la vida, como veremos luego; muy abundante en la propia Tierra, ya que hay multitud de rocas que lo contienen… está por todas partes.
Sin embargo, como sucedía con el flúor, su abundancia no implica que lo hayas visto en forma pura: de hecho, probablemente nunca lo has visto puro en una cantidad apreciable (y, como veremos después, esto es probablemente una buena noticia para ti). Hizo falta esperar, como en tantas otras ocasiones a lo largo de esta serie, a la fiebre de búsqueda de elementos químicos de los siglos XVIII y XIX para que alguien lograse aislar cloro puro.
El responsable en este caso fue el sueco Carl Wilhelm Scheele, que lo logró haciendo reaccionar cloruro de hidrógeno (HCl) con dióxido de manganeso (MnO2). Al producir la reacción química, Scheele observó que se obtenía una sal de manganeso, agua… y algo más:
4 HCl + MnO2 → MnCl2 + 2 H2O + Cl2
Ese “algo más” llamó la atención de Scheele. Como dice él mismo en su Del manganeso y sus propiedades, de 1774 (las notas entre corchetes son mías):
Para comprender esta novedad tomé una retorta que contenía una mezcla de manganeso [realmente MnO2] y acidum salis [el acidum salis, ácido salino o ácido marino es el ácido clorhídrico]. Uní al cuello una vejiga vacía de aire, y puse la retorta sobre arena caliente [mayor temperatura para una mayor velocidad de reacción]. La vejiga se distendió por la efervescencia dentro de la retorta. Cuando el ácido dejó de efervescer, lo que indicaba la saturación, retiré la vejiga y observé que el aire desprendido la había tintado de amarillo, como si fuera aqua fortis [ácido nítrico, HNO3], pero no tenía restos de aer fixus [dióxido de carbono, CO2]; sí tenía, sin embargo, un olor característico y sofocante, que era sumamente opresivo en los pulmones. El olor era similar al del aqua regis [una mezcla de ácidos nítrico y clorhídrico].
Ácido marino desflogistizado, alias “cloro gaseoso”.
Por cierto, aparte de lo que disfruto leyendo estos testimonios de primera mano, como esta primera observación del cloro elemental, me sigue sorprendiendo la valentía de esta gente: Scheele respira el Cl2, sin siquiera saber lo que es, ¡y observa que es “opresivo en los pulmones”! No es sorprendente que tantos químicos sucumbieran a vapores venenosos según los descubrían, como les sucedió a muchos alquimistas con vapores de mercurio antes que a Scheele, y a otros científicos que vendrían después al descubrir los elementos radiactivos.
Posteriormente a su primera observación, Scheele logró almacenar cantidades apreciables del gas uniendo botellas vacías a la botella que contenía el dióxido de manganeso y el ácido clorhídrico, y de este modo pudo realizar experimentos para comprobar las propiedades de esa sustancia “opresiva en los pulmones” de color amarillo verdoso. Entre otras cosas, Scheele observó que este gas volvía el agua ácida (pues al disolverse en ella se formaba de nuevo ácido clorhídrico), dejaba las hojas de las plantas blanquecinas (y sigue usándose para este fin en la industria papelera), cualquier insecto metido en la botella llena del gas moría rápidamente, etc.
Además Scheele, que era uno de los proponentes de la teoría del flogisto (de la que hablamos brevemente en la entrada sobre el oxígeno), se dio cuenta de que este gas era, en términos de esa teoría, un gas completamente desprovisto de flogisto, que podía combinarse rápidamente con materiales ricos en él, al igual que lo hacía el gas que hoy llamamos oxígeno. Dicho en términos modernos, el gas amarillento y de olor irritante que había descubierto Scheele era un fuerte oxidante debido a su gran electronegatividad. Por todo esto, el sueco dio un nombre al nuevo gas que no me negarás que es bien sonoro: ácido marino desflogistizado.
Desde luego, Scheele no sabía que se trataba de un elemento: pensaba que era un compuesto, y puesto que era producido por el ácido marino (el HCl) y había perdido todo el flogisto, el nombre encajaba perfectamente. Hizo falta esperar unos treinta años para descubrir la verdad sobre este gas amarillento y descartar tan sonoro nombre a cambio de uno mucho más humilde. En 1810, Sir Humphry Davy realizó una batería de experimentos para tratar de aislar los elementos constituyentes del ácido marino desflogistizado, y tras fracasar en todos ellos propuso que se trataba de un elemento. Puesto que era de un color amarillo verdoso, lo denominó precisamente amarillo verdoso en griego, khloros, es decir, cloro.
El carácter tóxico de este gas, debido a su alto poder como oxidante, lo convirtió pronto en una herramienta muy útil y en un arma horrible. Por un lado, durante el siglo XIX avanzamos enormemente en el conocimiento de las causas de las enfermedades, y tras Louis Pasteur estaba claro que la desinfección era algo esencial no sólo en medicina, sino en la higiene más elemental y en el tratamiento de los alimentos y el agua – y el cloro, por su carácter fuertemente oxidante, era un desinfectante estupendo.
Lejía (NaClO (aq)).
De ahí que utilicemos tan comúnmente la lejía para limpiar y desinfectar: se suele tratar de una disolución de hipoclorito sódico (NaClO) en agua. Esta misma sal, que es de color blanco, puede disolverse directamente en el agua de una piscina para desinfectarla, aunque esto suele hacerse en piscinas pequeñas. Los tratamientos a gran escala se hacen más comúnmente con ácido hipocloroso (HClO), que es líquido.
Básicamente, todos estos compuestos liberan cloro en el agua, y al ser éste un oxidante tan fuerte se convierte en un veneno para cualquier ser vivo en ella, incluidos los microorganismos que se quiere eliminar. Desde luego, hace falta tener cuidado con la concentración, puesto que es un veneno también para nosotros: en las piscinas, por supuesto, está muy diluido, pero el 3%-6% de NaClO en la lejía basta de sobra para matarte si la bebes.
Además de desinfectar cocinas, baños o agua de piscinas, relativamente pronto empezó a utilizarse el cloro para desinfectar el agua potable. Durante siglos se habían extendido multitud de enfermedades bacterianas a través del agua que consumía la gente, y el cloro era una solución excelente –aunque no perfecta– para este problema. El primero en utilizarlo para potabilizar agua fue el estadounidense Carl Rogers Darnall en 1910, un médico del ejército de los EE.UU. Darnall comprimía cloro gaseoso hasta convertirlo en líquido, y a continuación lo disolvía en el agua en una concentración muy pequeña. Este sistema se convirtió en la base de la cloración del agua en las redes municipales.
A lo largo de los años se han desarrollado métodos de desinfección del agua potable más eficaces y menos agresivos que el cloro, y de hecho este sistema siempre ha estado acompañado de controversia parcialmente merecida: al fin y al cabo, funciona porque es un veneno. De lo que no hay duda es de que cuando la población empezó a beber agua clorada, las infecciones transmitidas a través de ella disminuyeron radicalmente, y los beneficios superan a los posibles perjuicios con creces.
Además, si no te gusta beber agua con cloro es muy sencillo librarse de él: no permanece disuelto mucho tiempo en el agua, y si dejas el agua en una jarra o cualquier otro recipiente durante un par de días, el cloro escapará al aire y el agua estará libre de él. No hay más que esperar ese par de días antes de beberla: eso sí, recuerda que una vez sin el cloro, pueden proliferar en el agua microorganismos diversos, de modo que tampoco esperes mucho tiempo antes de beberla.
Pero la naturaleza humana es capaz de emplear casi cualquier cosa para lo mejor y también lo peor que se pueda imaginar: si el cloro podía matar bacterias, ¿por qué no también seres humanos? La Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto en el que la química se convirtió en un arma monstruosa que arrebataría multitud de vidas y sería una fuente de terror y sufrimiento que Scheele o Humphry Davy probablemente no hubieran podido imaginar, aunque el cloro fuese simplemente la introducción al verdadero horror.
El primer país en emplear cloro como arma fue Alemania en Ypres, en 1915. Los alemanes disponían de 5730 cilindros llenos de un total de 168 toneladas del gas, que fueron abiertos frente a las trincheras francesas cuando el viento era favorable. El Cl2 es más pesado que el aire, de modo que una cortina del gas amarillo-verdoso se extendió cubriendo la zona cercana al suelo, impulsada por la brisa, hasta llegar a las posiciones del ejército francés. Los soldados franceses, al ver la niebla de color enfermizo envolver las trincheras y derramarse sobre ellas –y, sobre todo, al ver morir a los primeros en respirar el gas– rompieron filas y abrieron una buena brecha en la defensa.
Cilindros liberando gas en la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, el ejército alemán había sobrestimado la eficacia del cloro como arma química: por un lado, sus propios soldados, al ver la niebla tóxica extenderse sobre el terreno, no tenían la menor intención de ocupar las posiciones abandonadas por los franceses. Además, aunque el terror causado por el gas era indudable, pronto se pusieron en marcha medidas de protección relativamente sencillas que convertían al cloro en algo bastante menos terrible de lo que hubiera podido esperarse en un principio.
Por ejemplo, la gran densidad del gas lo hacía muy eficaz para “rellenar” trincheras con él, pero no hacía falta más que mantenerse de pie y alcanzar algún punto relativamente elevado para escapar del veneno: de hecho, el cloro fue un arma brutal contra los heridos que yacían en el suelo o en camillas, pero no acabó con demasiadas vidas. Eso sí, el efecto psicológico era tremendo, y servía muy bien para “limpiar” zonas de tropas enemigas durante un tiempo relativamente corto.
Además, defenderse contra el Cl2 sabiendo lo que era no constituía un problema tan grave: el cloro gaseoso se disuelve bastante bien en agua, de modo que un paño húmedo cubriendo la nariz y la boca permite sobrevivir a él. Estando preparados con antelación era aún más sencillo, pues los soldados disolvían bicarbonato sódico en el agua que humedecía los paños y estaban aún más protegidos contra el gas, aunque la irritación en los ojos era difícil de evitar si se quería poder ver, ya que ponerse un paño sobre ellos no era una buena solución, y aún faltaba tiempo hasta la llegada de las verdaderas máscaras de gas.
Con todo, aunque fue un arma cruel, el cloro gaseoso pronto se convirtió en una broma al lado de los verdaderos horrores químicos de la Primera Guerra Mundial. Ya hemos hablado de uno de los más horribles, el gas mostaza, en un artículo anterior (un gas que, por cierto, contiene cloro), y ha habido otros igualmente espantosos. Sin embargo, aunque parezca mentira, el cloro sigue usándose como arma hoy en día: en 2007 más de treinta personas murieron en Iraq a causa de bombas con cloro.
Pero el cloro tiene, afortunadamente, muchas otras aplicaciones que no tienen que ver con la muerte (aunque la muerte de los microorganismos nocivos para nosotros me entristece más bien poco). Es un elemento omnipresente en las reacciones químicas industriales: aparte de blanquear la pulpa del papel (aunque afortunadamente tienden a emplearse otros métodos menos tóxicos), forma parte de muchos plásticos (recuerda el PVC o poli(cloruro de vinilo)) y de la cadena de producción de multitud de compuestos útiles industrialmente, como el cloruro de metilo (CH3Cl), el cloroformo (CHCl3), el cloruro de metileno (CH2Cl2), el tetracloruro de carbono (CCl4), etc.
La obtención de cloro es muy sencilla, aunque los sistemas industriales requieren una gran cantidad de energía para aislarlo de los compuestos de los que forma parte. Tú mismo puedes obtener cloro en casa empleando simplemente una pila, un recipiente con agua y sal disuelta y un par de cables: une un cable a cada polo de la pila y un clip metálico al final del cable, y remueve bien el agua con sal. A continuación, introduce los clips en el agua (es importante que no se toquen entre sí), y verás que suceden varias cosas, una de las cuales es la producción de cloro gaseoso en el clip unido al polo positivo de la pila.
Este proceso es simplemente la electrólisis (“rotura mediante la electricidad”) del NaCl, que sigue siendo hoy en día el principal método de producción industrial de cloro. Sin embargo, los procesos de electrólisis industrial utilizan membranas permeables a los iones y otros sistemas para aumentar la eficacia: si haces esto en casa, la cantidad de cloro que obtendrás será muy pequeña, de modo que no tienes que preocuparte por la posibilidad de liberar gases tóxicos.
Aunque no quiero detenerme mucho en los sistemas de producción industrial, no puedo dejar de mencionar asuntos que hemos tratado hace mucho tiempo en El Tamiz y que son relevantes ahora: cuando hablamos acerca del ácido sulfúrico hace más de un año mencionamos que su carácter deshidratante lo hacía muy útil. Bien, en la producción industrial de cloro éste, al salir de la cubeta electrolítica, está húmedo, y hace falta eliminar el agua. ¿Cómo se consigue esto? Pues, naturalmente, haciendo pasar el gas a través de ácido sulfúrico, que elimina el agua y lo deja bien seco – a continuación se comprime y enfría hasta licuar el Cl2, que luego se transporta o se emplea en la misma planta para producir compuestos clorados.
Pero, usos industriales aparte, el cloro como elemento es también un componente esencial del organismo de todos los seres vivos. Aunque parezca poco, un 0,2% de la masa de nuestro cuerpo es cloro: si pesas 70 kg esto significa que tienes unos 140 gramos de cloro en el cuerpo. Teniendo en cuenta que el 93% de nuestro cuerpo es oxígeno, carbono e hidrógeno, el cloro es un componente abundante comparado el resto, si nos olvidamos de los “tres grandes” (el noveno en proporción).
Molécula de HCl.
Sería imposible describir todas las funciones vitales en las que interviene el cloro de una manera u otra, pero no quiero dejar de mencionar, por ejemplo, el hecho de que el ácido marino de Scheele (el ácido clorhídrico, HCl) es el principal componente del ácido gástrico. No es que sea una sustancia agradable, como habrás podido comprobar al vomitar, pero sí muy útil para nosotros (siempre que las paredes de nuestro estómago estén protegidas contra tan agresivo compuesto).
Pero, además, nuestra sangre está repleta de átomos de cloro ionizados, con un electrón de más (de modo que son estables, pero tienen carga eléctrica): los iones cloruro, Cl- son los aniones (iones de carga negativa) más abundantes en el plasma sanguíneo, y contribuyen a mantener diversos equilibrios en el cuerpo, como el ácido-base y la presión osmótica. Es un elemento sin el que no podríamos vivir, pero afortunadamente para nosotros es abundante: en la dieta lo ingerimos en su mayor parte en forma de sal común (NaCl). De hecho, nuestro problema suele ser que consumimos demasiada sal, lo cual es más perjudicial por la cantidad de sodio que la de cloro en nuestro organismo, pero la cuestión es que normalmente tenemos cloro de sobra en nuestro interior.
De modo que, como ha sucedido tantas veces con otros elementos de la serie, dependiendo de la forma en la que lo encontremos puede ser letal, “opresivo para los pulmones”, esencial para la vida y una pieza fundamental de nuestra industria química: el ácido marino desflogistizado, el gas amarillo-verdoso, el khloros.
En la próxima entrada de la serie nos sumergiremos en el tercer gas inerte de la tabla, el elemento de dieciocho protones: el argón.
Para saber más: