El Tamiz

(Diciembre de 2014)

















Excepto donde se indique lo contrario, © 2014 Pedro Gómez-Esteban González.

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Índice

Desde la mazmorra 1

La viruela (II) 2

Los Discorsi de Galileo – Primer día (III) 13

Llega la clonación cuántica 22











Desde la mazmorra









Diciembre es casi un calco de noviembre: los Discorsi de Galileo y la viruela. Aunque parezca mentira por lo escaso de los artículos del mes, he estado trabajando mucho, pero en un libro. Espero enseñar algo pronto, así que tal vez cuando leas estas líneas ya haya habido algún aviso en El Tamiz.

Mientras tanto, aunque no sea un número largo, confío en que te proporcione un rato de relajo y evasión de los problemas de la vida cotidiana. ¡Que lo disfrutes!

La viruela (II)







En la primera parte de este artículo hablamos sobre la viruela, causada por Variola virus, y nuestra terrible relación con la enfermedad en la Antigüedad y la Edad Media. Como vimos, desde las regiones densamente pobladas de Asia donde fue endémica desde hace milenios, la viruela se extendía de vez en cuando en una tremenda epidemia por otras regiones, matando a un tercio de la población antes de desaparecer durante unas décadas o un siglo. Posteriormente, tras el aumento de la densidad de población europea y la selección causada por repetidas epidemias, la viruela se convirtió en una constante de la vida: casi todos los niños asiáticos, africanos y europeos estaban expuestos a ella y algunos de ellos morían, pero del hachazo periódico el horror se convirtió en algo más cotidiano y más apagado.

Otras poblaciones, sin embargo, no habían sufrido esos hachazos, ya que como dijimos la separación entre ellas y las regiones de endemismo ancestral se había producido antes de la mutación de Variola virus para afectar al ser humano. El reencuentro entre unos y otros seres humanos era inevitable, y también terrible por muchas razones; la más devastadora de esas razones, la viruela.

Hoy hablaremos del terrible azote que esa enfermedad supuso para americanos y australianos y, por fin, del primer golpe del ser humano contra la enfermedad, que reduciría su mortalidad hasta la décima parte de su valor anterior. ¡Sí, por fin algo de optimismo! ¿Preparado?

Los primeros en llevar Variola virus a América como polizón fueron los españoles. La población indígena de las islas caribeñas fue la primera en sufrir los estragos de la viruela; es difícil saber exactamente qué porcentaje de la población murió a consecuencia de ella, pero con seguridad más de la tercera parte, ya que hemos visto que es una cifra que siempre se superó en las epidemias anteriores en Europa. La dificultad no sólo está en la falta de datos fidedignos, sino además porque los isleños se expusieron a la vez a muchas enfermedades infecciosas: el tifus, la viruela, el sarampión… vamos, un espanto.

La razón fundamental ya la vimos en la anterior entrega: por un lado, algunos microorganismos no habían mutado para afectar al ser humano antes de la migración a Oceanía y América. Por otro, la baja densidad de población en la mayor parte de América, así como la relativa escasez de grandes rutas comerciales (como las que unían Europa y Asia), hacían más difícil el endemismo y la propagación eficaz de epidemias.

Pero claro, todo cambió con la llegada de los europeos. Las islas caribeñas fueron diezmadas. Posteriormente los españoles llegaron a lo que hoy es México y entonces era el Imperio Azteca, y consigo llevaron un arma accidental, mucho más poderosa que cualquier mosquete o espada: Variola virus.


Ruta de Hernán Cortés (y la viruela) en su conquista de México [Yavidaxiu [http://en.wikipedia.org/wiki/Hernán_Cortés#mediaviewer/File:Ruta_de_Cortés.svg] / CC Attribution 3.0 License[http://creativecommons.org/licenses/by/3.0].

Parece ser que la introducción concreta del virus en México se debió a una expedición de Pánfilo de Narváez. En 1519 el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, había mandado a Hernán Cortés a México, pero luego cambió de opinión y lo mandó volver. Cortés, sin embargo, se negó y continuó su expedición, de modo que Velázquez envió a Pánfilo de Narváez detrás de él para detenerlo.

Narváez desembarcó en Veracruz con novecientos hombres, y al menos uno de ellos estaba enfermo de viruela. Al parecer, en el combate con los hombres de Cortés algunos de ellos se contagiaron del virus, y a su vez ellos se lo contagiaron a los aztecas. Una vez la viruela arraigó entre la población, se produjo lo mismo que había sucedido siglos atrás en Europa: el horror. ¿Recuerdas el desolador testimonio de San Cipriano de Cartago en el siglo III? Aquí tienes uno de Fray Bernardino de Sahagún sobre la epidemia mexicana a la llegada de los españoles:

Antes que los españoles que están en Tlaxcala, viniesen a conquistara México dio una grande pestilencia de viruelas a todos los indios, en el mes que llamaban tepeilhuitl, que es al fin de Septiembre. Desta pestilencia murieron muchos indios; tenían todo el cuerpo y toda la cara y todos los miembros tan llenos y lastimados de viruelas que no se podían bullir ni menear de un lugar, ni volver de un lado a otro, y si alguno los meneaba daban voces. Esta pestilencia mata gentes sin número; muchas murieron de hambre porque no había quien pudiese hacer comidas; los que escaparon de esta pestilencia quedaron con las caras ahoyadas y algunos ojos quebrados. Duró la fuerza desta pestilencia sesenta días, y después que fue aflojando en México, fue hacia Chalco.

Viruela entre los aztecas
Ilustración del Libro XII de “Historia general de las cosas de Nueva España”, de Fray Bernardino de Sahagún [dominio público].

Desde México la viruela se fue extendiendo por casi todo el continente americano. Las regiones más afectadas fueron, naturalmente, las más pobladas y mejor comunicadas. De hecho, la enfermedad fue tan eficaz en su transmisión en algunas zonas que precedió a los recién llegados, y la gente empezó a morir de viruela antes siquiera de haber conocido la existencia de los conquistadores europeos.

El Imperio Inca, por ejemplo, tenía una red de carreteras bastante eficaz, con lo que Variola virus se extendió muy rápidamente por él. El mismo Emperador, Wayna Qhapaq (a la derecha en una ilustración de la época), probablemente contrajo la enfermedad en lo que hoy es Colombia y murió de ella en 1527. Algo similar le sucedió a millones de incas. La viruela no había realizado selección alguna en América durante milenios, pero se resarció en unas décadas, dejando a su paso una desolación atroz.

A más largo plazo tampoco se libraron las poblaciones más aisladas. Lo que hoy es Chile, por ejemplo, se encontraba separado del resto por los Andes y el Desierto de Atacama… pero pronto se establecieron rutas marítimas. En la década de 1560 la población nativa fue devastada por la viruela. La historia se repitió una y otra vez: tarde o temprano toda la población americana estuvo expuesta, directamente a través de los europeos o indirectamente a través de otros americanos infectados. De una u otra manera, las primeras oleadas fueron terroríficas. La muerte asoló el continente.

No sólo los españoles llevaron el virus al continente, por supuesto: cuando otros europeos, sobre todo portugueses, franceses y británicos, llegaron a América, llevaron consigo la viruela. Los británicos fueron especialmente terribles en ese aspecto; como vimos al hablar de la guerra biológica, tenemos documentación que muestra la infección intencionada de poblaciones nativas usando mantas de enfermos de viruela. Pero la muerte accidental fue una vez más la principal destructora de las poblaciones indígenas en el norte del continente en los siglos XVII y XVIII.

Enfermedad mortal entre los indios
“Enfermedad mortal entre los indios”, grabado de 1853 [dominio público].

Lo mismo sucedió, pero más tarde que en América, en Oceanía (más tarde porque los europeos la descubrieron después, claro). La enfermedad llegó a Australia muy probablemente con barcos británicos a finales del XVIII, y durante el siglo XIX arrasó otra vez un grupo que había quedado aislado del grueso de la población antes del desarrollo de Variola virus para afectar al ser humano. Los aborígenes australianos probablemente perdieron la mitad de su población a causa de la enfermedad.

Una vez toda la población humana, excepto algunos minúsculos enclaves aislados, estuvo expuesta a Variola virus y hubo pasado el terrible período epidémico, el destino hubiese sido el mismo en todas partes: la convivencia siniestra y cotidiana con una enfermedad infecciosa que mataba a la tercera parte de los niños. La vida, ya se sabe, es un valle de lágrimas, y no hay más que resignarse a lo que el destino nos tiene deparado…

No. El ser humano no iba a resignarse a nada. La muerte de millones de personas –insisto, sobre todo niños– era horrible, pero no inevitable. Esta “dura prueba” (en palabras de San Cipriano) no era nuestro destino, porque nuestro destino es el que creamos. Y había un arma que nos libraría de ella: no los amuletos del siniestro Sopona, ni las plegarias de San Cipriano, sino la fría y racional ciencia moderna. Pero vamos por partes.

Desde muchísimo tiempo antes de que supiéramos la causa real de la viruela nos dimos cuenta de que quien la sufría una vez nunca más volvía a sufrirla. La razón real, aunque no la conociésemos en la Antigüedad, es que el ritmo de mutación de Variola virus es relativamente lento, y una vez el cuerpo ha producido los anticuerpos específicos para acabar con él, posteriores infecciones no prosperan, ya que el organismo acaba rápidamente con el virus. Dicho de otro modo, contraer la viruela era una mala noticia, pero superarla era una mucho mejor noticia que no haberla sufrido nunca, ya que aseguraba la supervivencia a la enfermedad en el futuro.

No estamos seguros de cuándo sucedió, pero en algún momento de la Edad Media (o tal vez antes, pero los textos no son muy claros), en la India y en China se empezó a hacer algo que parece terrible pero no lo es tanto: infectar intencionadamente a la población para aumentar la tasa de supervivencia frente a la viruela.

Esto, como digo, puede parecer una locura: si la viruela era algo tan terrible y mortal, ¿por qué asegurar el contagio en vez de aislar al individuo y confiar en que no contrajera la enfermedad? Pero hay que tener en cuenta dos cosas. Por un lado, en las regiones de las que estamos hablando la densidad de población era tal que era prácticamente seguro que cualquier niño estaría expuesto al virus y contraería la enfermedad. Lo que salvaba a algunas personas no era el no haber estado expuestas a Variola virus, sino que su sistema inmune conseguía, por las razones que fuesen, sobreponerse y vencer al agente patógeno.

Por lo tanto, este contagio intencionado no aumentaba considerablemente el número de enfermos. Pero ¿qué ventajas podría tener? La clave de la cuestión, que es la segunda razón de su uso, era que se trataba de una infección controlada. Había varias maneras de hacerlo, todas ellas con casi ningún rigor científico y muy ritualizadas. En China, por ejemplo, hacia el siglo XV empleaban un tubo de plata en el que introducían costras de heridas de un paciente de viruela: costras que se habían dejado secar unos días. Mediante el tubo se soplaba en el interior de un agujero de la nariz de un niño sano –el agujero derecho en los niños y el izquierdo en las niñas porque, ¡magia!–, introduciendo así el virus. En la India solían vestir a los niños con ropas de alguien que hubiese padecido la enfermedad.

Variolación en China
Ilustraciones de un tratado chino sobre la variolación [dominio público].

El niño desarrollaba la enfermedad y, si sobrevivía, era inmune a ella de ahí en adelante. Los chinos y los indios no conocían la razón de que hubiese un mayor porcentaje de supervivencia con esta exposición controlada, pero estoy seguro de que tú sí: las costras secas probablemente contenían una cantidad pequeña de virus activos, y es posible incluso que la mayor parte ya no lo fueran. De este modo, el cuerpo estaba expuesto al virus, pero en una forma algo menos virulenta que la proveniente de un paciente con el virus “fresco”, y era más probable que pudiera vencer a la infección.

Esta técnica recibió el nombre de variolación o variolización, y con el tiempo se desarrollaron otros muchos métodos alternativos al chino y el indio. Por ejemplo, era posible raspar las heridas de un enfermo, hacer una pequeña incisión en la piel de una persona sana y frotar la herida con restos de las pústulas del enfermo de viruela, idealmente alguien que ya estuviera casi curado de la enfermedad. Cuando se hacía bien, la variolación disminuía la tasa de mortandad de un tercio al 1-2%.

Esto es aterrador, por supuesto. Yo no tengo hijos, pero si me dicen que van a hacer algo a mi hijo y básicamente van a tirar un dado de 50 caras y si sale el 1, mi hijo muere, me daría un patatús. ¡Pero piensa en la alternativa, que era aún más aterradora! En Asia la práctica se extendió mucho, ya que aunque hubiera sido por casualidad –y no sabemos cómo se descubrió por primera vez, pero es casi seguro que fue por casualidad–, la cosa mejoraba mucho la situación. No como una vacuna, pero del 30% al 2% hay un buen trecho.

La variolación no llegó a Europa hasta el siglo XVIII. Desde China, la técnica se había extendido hacia el oeste a través de las rutas comerciales, y era algo muy practicado en el Imperio Otomano. Un doctor de Estambul, llamado Emmanuel Timoni, dio cuenta de la variolación a la Royal Society en un informe de 1714 que fue publicado en la Philosophical Transactions, y lo mismo hizo otro doctor, James Pylarini, en 1716.

Pero mucho más influyente que los artículos de Timoni y Pylarini fue lo que sucedió justo entre la publicación de ambos artículos. En 1715 la mujer del embajador británico en Estambul, Lady Mary Wortley Montagu, contrajo la viruela. Su belleza, que había sido famosa en el Imperio Británico, fue mancillada por las terribles cicatrices, pero al menos Lady Montagu sobrevió. Su propio hermano había muerto en 1713 a causa de la viruela, y esto, junto con las secuelas que le dejó la infección, hicieron que Mary le tuviera un enorme pavor.

Lady Montagu e hijo
Lady Mary Montagu con su hijo Edward, variolado en 1718 [dominio público].

Pero Emmanuel Timoni atendía personalmente a los Montagu, y no sé si por él o directamente a través de sus contactos turcos, Lady Montagu conoció la existencia de la variolización en Estambul.

Naturalmente ya no había nada que hacer por sí misma: una vez superada la enfermedad, estaba inmunizada, cicatrices aparte. Pero Lady Montagu tenía un hijo que aún no había sufrido la enfermedad. Científica o no, la variolación funcionaba, y podía salvar la vida de su hijo, con lo que la aristócrata varioló a su hijo en el mismo Estambul gracias al doctor Charles Maitland.

En una de sus cartas, Lady Montagu describe el proceso de variolización en Estambul:

Hacen fiestas con este propósito [la variolación], y cuando se han juntado –típicamente quince o dieciséis personas– la anciana viene con una cáscara de nuez llena de la materia del mejor tipo de viruela y pregunta qué venas quieres que te abra. Inmediatamente abre las que le ofreces con una aguja grande, que no hace más daño que un arañazo común, e introduce en la vena tanto veneno como cabe en la punta de la aguja, y luego venda la pequeña herida con un trocito de cáscara, y de este modo abre cuatro o cinco venas.
Los pacientes, niños o jóvenes, juegan juntos el resto del día y permanecen en perfecta salud hasta el octavo día. Entonces les sube la fiebre y los mantiene en cama dos días, algunas veces tres. Muy pocas veces pasan de veinte o treinta en las caras [no entiendo si esto es temperatura o qué], que nunca quedan marcadas, y en ocho días están tan sanos como antes de la enfermedad.

Poco después de la vuelta de los Montagu a su patria, una epidemia de viruela mató a muchos niños en Gran Bretaña hacia 1721. El hijo de Lady Montagu nunca contrajo la enfermedad, y ante el peligro, Mary decidió hacer lo mismo con su hija de tres años. Aunque ya no estaba en Estambul, Montagu acudió de nuevo a Charles Maitland, que estaba entonces de vuelta en Gran Bretaña. No sólo eso, sino que habló del asunto públicamente y utilizó su influencia para convencer a la Princesa de Gales, Carolina de Ansbach, que luego sería reina como esposa de Jorge II, de que la variolación era de una enorme importancia para el interés general del Imperio.

El padre de Carolina había muerto de viruela cuando ella tenía sólo tres años, y ella misma había estado a punto de morir por la enfermedad (no decía en broma antes que era algo cotidiano, aunque terrible). Por esta razón o simplemente por la labia de Montagu, la princesa accedió a realizar pruebas públicas. En primer lugar se ofreció la variolación a varios reos de muerte (que nunca habían sufrido la viruela, claro): podían elegir entre ser ejecutados como era menester, o someterse a la variolización. Esto podía suponer la muerte, claro, pero si sobrevivían serían liberados. El proceso sería realizado por el médico real, Claude Amyand, pero bajo la supervisión de Maitland.

Carolina, Princesa de Gales
Carolina, Princesa de Gales en 1716 [dominio público].

Los siete aceptaron (como hubiéramos hecho tú y yo, supongo). Los siete sobrevivieron, dado que como dije antes el porcentaje de muerte por variolación era mucho menor que por viruela a todo motor. De modo que el gobierno fue un paso más allá: variolizó a seis niños huérfanos, ya que no hacía falta el permiso de los padres, ¡porque no existían! Los niños sobrevivieron, y la Princesa de Gales variolizó entonces a sus propios hijos. La variolación se hizo muy popular y empezó a realizarse en muchas familias.

Del Reino Unido, la variolación se extendió al resto de Europa. Al principio los médicos eran reticentes a aceptarla, en parte por considerar peligroso e incluso inmoral infectar a sabiendas a personas de viruela, y en parte porque se trataba de una técnica sin explicación científica alguna. Pero, como más o menos funcionaba –luego vemos a qué me refiero con lo de “más o menos”–, al final acababan cediendo.

Pero la variolación, como puedes imaginar con el conocimiento del siglo XXI, tenía varios problemas, además del evidente que ya hemos mencionado (la posibilidad de morir al recibirla). Uno de ellos era que, al realizarla en algún lugar en el que no hubiera habido casos de viruela en cierto tiempo, podía desencadenar una epidemia; el problema era que tal vez el enfermo hubiera recibido la enfermedad “debilitada” (lo que quiera que eso significase, porque nadie lo sabía), pero él podía infectar a otros con la enfermedad “fresca” y entonces empezaba el horror. En algunos lugares llegó a prohibirse la variolización tras varios episodios en los que algún variolado contagiaba a varias personas y empezaba una oleada de infecciones.

Variolación
Brazo de un niño variolado al cabo de dos semanas [dominio público].

Otro problema era que el índice de mortalidad entre los niños tratados mediante la variolación era muy variable: algunos doctores conseguían medias del 0,5%, mientras que otros se acercaban más al 2%. Había muchos factores que influían en esto: de qué persona y en qué etapa de la enfermedad se obtenía la muestra, cómo se contagiaba el niño (qué tipo de heridas, etc.), qué tratamiento seguía luego… era muy difícil saber si un niño sobreviviría o no, aunque la probabilidad siempre fuese menor que al sufrir la viruela normal.

Para terminar de fastidiar las cosas, y de un modo inevitable dado el carácter no científico de todo el proceso, muchos doctores intentaban aumentar la probabilidad de supervivencia haciendo todo tipo de cosas: sangrar al paciente con sanguijuelas en preparación para la variolación, dejándolo sin comer durante días para purificar la sangre… cosas que, por supuesto, no sólo no ayudaban, sino que en muchos casos condenaban al niño a morir, ya que en esas condiciones su sistema inmune no lograba vencer la infección intencionada.

Uno de los niños que sufrió estas dietas y sangrados infames en 1756, con ocho años de edad, fue Edward Jenner. Tras la infección hecha por un farmacéutico de Wooton, el pequeño Edward permaneció varias semanas en un granero con otros niños variolados, para no contagiar a nadie más. Afortunadamente para él, y también para nosotros, Jenner fue de los que sobrevivió a la variolización… pero la variolización, como veremos en unos días, no lo sobrevivió a él.

Los Discorsi de Galileo – Primer día (III)













Habíamos dejado a Salviati, Simplicio y Sagredo hablando sobre el vacío, y Galileo nos había mostrado una manera magistral de cuantificar la “fuerza del vacío” con un émbolo del que se colgaba un cubo al que se iba añadiendo peso. Para seguir con el diálogo, como hice la última vez, pongo aquí la última intervención de la entrega anterior:

Salviati –Simplicio nos ha mostrado con gran habilidad los obstáculos; e incluso ha sugerido parcialmente cómo evitar que el aire penetre en la madera o entre la madera y el vidrio. Pero permitidme que señale que, según aumenta nuestra experiencia, sabremos si estos presuntos obstáculos existen o no. Porque si el agua, como le sucede al aire, es de naturaleza dilatable, aunque sólo sea mediante tratamientos extremos, veremos que el émbolo desciende.
Y si hacemos una pequeña hendidura en la parte superior del recipiente de vidrio, como se indica en V, entonces el aire o cualquier otra sustancia tenue y gaseosa que pudiera penetrar por los poros del vidrio o la madera, pasaría a través del agua y se acumularía en este receptáculo V. Pero si no sucede ninguna de estas cosas, podremos estar seguros de que nuestro experimento ha sido realizado con la precaución adecuada; y descubriremos entonces que el agua no se dilata y el vidrio no permite que ningún material, no importa lo tenue que sea, lo atraviese.
Sagredo – Gracias a esta discusión he conocido la causa de cierto efecto sobre el que me he preguntado hace mucho tiempo, y que pensaba que nunca entendería. Vi una vez una cisterna a la que se había añadido una bomba bajo la impresión equivocada de que el agua podría así ser extraída con menos esfuerzo o en mayor cantidad que utilizando un cubo normal. La bomba tenía la válvula en la parte superior, de modo que el agua era elevada por atracción y no por compresión como sucede en el caso de las bombas en las que la válvula está en la parte inferior.

Lo de elevar “por atracción” se refiere a una bomba de extracción normal: un pistón y una válvula que extraen el aire de una tubería sobre el agua, como hacemos nosotros con una pajita al beber un refresco, de modo que el agua asciende por la tubería. La bomba “de compresión”, por el contrario, tiene el pistón en el agua y empuja directamente el líquido por la tubería.

Aquí la interesante es la de extracción, por supuesto. La explicación aristotélica de que el agua ascienda por la tubería al accionar la bomba es la misma de siempre: al retirar el aire, la tubería quedaría vacía. Pero la Naturaleza aborrece el vacío, de modo que el agua se apresura a llenar la tubería de modo que el vacío no exista.

Ahora bien, en la entrega anterior Galileo demostró que este horror vacui no es infinito, sino que puede medirse y por lo tanto tiene un límite. De ahí el interés de Sagredo en esta bomba, cuyas limitaciones ahora tienen sentido para él:

Esta bomba funcionaba perfectamente mientras el agua de la cisterna superase un determinado nivel; pero bajo este nivel dejaba de funcionar. Cuando me di cuenta de este fenómeno pensé que la máquina estaba rota; pero el técnico a quien llamé para que la reparase me dijo que el defecto no estaba en la bomba, sino en el hecho de que el agua había descendido demasiado para elevarla una distancia tan grande. Y añadió que no era posible, ni por medio de una bomba ni de ninguna otra máquina que funcione por el principio de atracción, elevar el agua ni un pelo por encima de dieciocho codos. No importa que la bomba sea grande o pequeña, éste es el límite absoluto de la elevación.

Dieciocho codos son alrededor de diez metros, y el límite era bien conocido para cualquier bomba de extracción. Da igual el grosor de la columna de agua, el tamaño del pistón, la calidad de la bomba o la fuerza ejercida (en muchos casos usando mulas) sobre la bomba, como dice el tércnico de manera deliciosa, el agua no se elevará ni un pelo por encima de diez metros.

Hasta este momento había sido tan ignorante que, aunque sabía que una cuerda, o un cilindro de madera o de hierro, si son suficientemente largos se rompen por su propio peso cuando se sostienen por el extremo superior, nunca se me ocurrió que lo mismo pudiera sucederle al agua incluso con mayor facilidad. Y en verdad, ¿no es la columna de agua atraída por la bomba algo que está colgado de su extremo superior y se estira más y más hasta que finalmente se alcanza un límite donde se rompe, como una cuerda, por efecto de su propio peso excesivo?

No, no lo es. Aquí es donde el genial Galileo se equivoca de cabo a rabo. Como puedes ver por su descripción, el italiano considera que es el vacío quien “tira” del extremo superior del agua en la tubería, como si alguien fuera elevando la columna de agua colgada de un gancho. Galileo piensa que, si la cohesión interna del agua fuera más grande, la columna subiría más, ya que el límite no está en la atracción que realiza el vacío, sino en la capacidad del agua para mantenerse unida y no desmoronarse por su propio peso.

Pero en una bomba de extracción la fuerza hacia arriba no la hace el vacío, por supuesto: la hace el aire sobre la superficie del depósito. Es la presión atmosférica la que empuja hacia abajo la superficie del agua en el depósito; cuando la tubería también tiene aire a presión atmosférica, el agua sufre la misma presión en ambos sentidos, con lo que no sucede nada, mientras que al retirar el aire de la tubería, la presión atmosférica sólo existe sobre la superficie libre del agua en el depósito, que entonces empuja el agua hacia arriba por la tubería.

Dicho de otro modo, no hay ninguna atracción: las bombas de extracción también son realmente de compresión, pero esa compresión no la hacemos nosotros sino la atmósfera, por su propio peso. Por lo tanto, el agua de la tubería no deja de subir porque no pueda colgar una longitud mayor de la parte superior: el agua no está “colgada”, sino “apoyada” sobre la que tiene debajo. El límite lo determina la presión atmosférica, y si ésta fuera mayor, el agua subiría una distancia mayor.

Perdón por hacer una pausa tan larga, pero se trata de una de las nociones de Galileo que está completamente equivocada, y como hará referencia a ella de nuevo, creo que es importante ser bien consciente de ello antes de seguir leyendo.

Salviati – Así es precisamente como funciona; esta elevación fija de dieciocho codos es así para cualquier cantidad de agua, da igual que la bomba sea grande o pequeña o incluso tan fina como una pajita. Podemos decir por lo tanto que, al pesar el agua contenida en un tubo de dieciocho codos de largo, no importa el diámetro, obtendremos el valor de la resistencia del vacío en un cilindro de cualquier material sólido que tenga el mismo diámetro. Y habiendo hecho eso, veamos cómo de fácil es determinar hasta qué longitud pueden alargarse cilindros de metal, piedra, madera, vidrio, etc., de cualquier diámetro antes de romperse por su propio peso.
Tomemos por ejemplo un cable de cobre de cualquier longitud y grosor; fijemos el extremo superior y colguemos del inferior una carga más y más grande, hasta que finalmente el cable se rompa; digamos que esa máxima carga es, por ejemplo, de cincuenta libras. Entonces está claro que si se fabrica un cable de cincuenta libras de cobre, además del peso del propio cobre original, que podrá ser, por ejemplo, de 1/8 onzas, tendremos pues la máxima longitud de este tipo de cable que puede soportar su propio peso.
Supongamos que el cable que se rompe tiene un codo de largo y 1/8 onzas de peso; entonces, puesto que puede soportar 50 libras además de su propio peso, es decir, 4 800/8 onzas, se sigue que absolutamente todos los cables de cobre, independientemente de su grosor, pueden soportar su propio peso hasta una longitud de 4 801 codos y ni uno más.

Aunque puedas encontrar alguna pega con el razonamiento de Galileo, piensa en lo siguiente: la longitud de rotura es una magnitud que se usa hoy en día al estudiar resistencia de materiales, y su definición es exactamente la que da el italiano, es decir, la máxima longitud que puede soportar un material colgado de su extremo superior y sometido a la gravedad terrestre.

Independientemente del valor que da Galileo para el cobre, lo genial sigue siendo la aparición de definiciones operacionales, aunque el término fuera acuñado varios siglos después. Galileo no define cosas a tontas y a locas ni de manera difusa: explica exactamente cómo medir cada cosa que menciona, de modo que pueda cuantificarse objetivamente la magnitud en cuestión. Y su descripción es lo suficientemente clara para que cualquier otro pueda comprobar la veracidad de lo que dice de manera independiente.

El cobre, por ejemplo, tiene una longitud de rotura de unos 2,3 km. Cualquier cable de cobre, como diría Galileo, puede soportar su propio peso hasta una longitud de 2 300 metros, y ni uno más. Y 2 300 metros equivalen a unos 4 500 codos… no exactamente la cifra que da el italiano, pero casi. Una vez más, chapeau.

Puesto que un cable de cobre puede soportar su propio peso hasta una longitud de 4801 codos, se sigue que la parte de la resistencia que depende del vacío, al compararla con los otros factores involucrados, es igual al peso de un cilindro de agua de 18 codos de largo y el mismo grosor que el cilindro de cobre. Si, por ejemplo, el cobre es nueve vees más denso que el agua, la resistencia a la rotura de cualquier trozo de cobre, en lo que respecta al vacío, es igual al peso de dos codos de este mismo cilindro.

No hace falta que me detenga una vez más en esto más que para repetir: no, Galileo se equivoca y el comportamiento de un cable de cobre no es equivalente al de una columna de agua elevada por la presión de la atmósfera. Lo que sí es cierto es que la presión atmosférica contribuye a la cohesión de los materiales cuando no hay aire en el interior del material, pero su manera de cuantificarla parte de una base errónea.

Mediante un método similar puede determinarse la máxima longitud de un cable o cilindro de cualquier material que puede soportar su propio peso, y al mismo tiempo puede determinarse la parte que desempeña el vacío en su resistencia a la rotura.
Sagredo – Aún tienes que explicarnos de qué depende la resistencia a la rotura además de la contribución del vacío; ¿cuál es la sustancia pegajosa o viscosa que hace de cemento y mantiene unidas las partes del sólido? Pues no puedo imaginar una cola que no arda en un horno a alta temperatura en dos o tres meses, o ciertamente diez o cien; y sin embargo cuando el oro, la plata o el vidrio se mantienen un largo tiempo en estado fundido y luego se retiran del horno, sus partes, al enfriarse, inmediatamente se unen de nuevo y se cohesionan tan firmemente como antes. No sólo eso, sino que cualquier discusión acerca de la cementación de las partes del vidrio debe aplicarse también a las partes de la propia cola; en otras palabras, ¿qué mantiene esas partes unidas tan firmemente?

Observa la agudeza de la observación: la existencia de una sustancia pegajosa que mantiene unidas las sustancias y les da su resistencia a la rotura no puede explicar lo que vemos. Lo de que una cola corriente no podría soportar altas temperaturas mucho tiempo es un argumento más bien pobre (hay sustancias pegajosas que aguantan altas temperaturas durante largo rato), pero el segundo es demoledor – si la cola mantiene las cosas unidas, ¿qué mantiene unida la cola? ¿otra cola? Hace falta ir más allá de esa explicación.

Salviati – Hace un rato expresé la esperanza de que tu Ángel de la Guardia te protegiese. Ahora yo mismo me encuentro en el mismo atolladero. Los experimentos no dejan duda de que la razón de que los platos no puedan separarse excepto mediante una gran fuerza es que se mantienen unidos por la fuerza del vacío; y lo mismo puede decirse de dos grandes trozos de mármol o una columna de bronce. Siendo esto así, no veo por qué esta misma causa no puede explicar la cohesión de partes más pequeñas y, de hecho, incluso de las partículas más pequeñas de estos materiales. Ahora bien, puesto que cada efecto debe tener una causa suficiente y necesaria, y puesto que no conozco ningún otro cemento, ¿no estoy justificado en intentar descubrir si el vacío no es una causa suficiente?
Simplicio – Pero, viendo que has demostrado ya que la resistencia que el vacío ofrece a la separación de dos partes de gran tamaño de un sólido es realmente muy pequeña en comparación con la fuerza cohesiva que mantiene unidas las partes más pequeñas, ¿por qué dudas en considerar la segunda de una naturaleza muy diferente a la primera?
Salviati – Sagredo ya ha respondido a esta pregunta cuando afirmó que cada soldado estaba siendo pagado con monedas obtenidas mediante un impuesto general de peniques y octavos de penique, pero que un millón en oro no sería suficiente para pagar a todo el ejército. ¿Quién sabe si no hay otros vacíos minúsculos que afectan a las partículas más pequeñas, de modo que lo que mantiene unidas las partes contiguas es de la misma naturaleza?

Este diálogo repite la idea anterior: no hay que buscar explicaciones que no sean necesarias, pero la “fuerza del vacío” es menor que la necesaria para mantener la cohesión de muchos materiales, luego hace falta buscar alguna otra causa adicional.

Aquí lo que me parece notable es otro par de ideas centrales de la ciencia moderna y que enseñan la cabeza en la intervención de Salviati: ¿quién sabe si no hay otros vacíos minúsculos…? Dicho de otro modo, ignoramos muchas cosas. Es posible construir hipótesis con lo que conocemos, pero no podemos olvidar en ningún momento que hay mucho que no sabemos, y que podría explicar lo que estamos viendo.

Por otro lado, la posible existencia de vacíos minúsculos que afectan a las partículas más pequeñas, aparte de la tremenda intuición de esa afirmación, muestra otra clave: hace falta ir más allá de lo evidente, de lo visible, de lo cotidiano. Muchos contemporáneos de Galileo se hubieran reído de él por considerar la existencia de vacíos interiores y microscópicos, pero el italiano sigue razonando hasta encontrar posibles causas de lo que ve, independientemente de lo intuitivas o no que parezcan.

Tras este breve recordatorio del dilema, Galileo se lanza a dar una explicación posible al fenómeno. Ojo, que esto es denso:

Dejad que os diga algo que se me acaba de ocurrir, y que no ofrezco como un hecho seguro, sino como un pensamiento vagabundo, aún inmaduro y necesitado de una reflexión más cuidadosa. Podéis tomar de él lo que deseéis, y juzgar el resto como consideréis oportuno. A veces, cuando he observado cómo el fuego encuentra su camino entre las partículas más minúsculas de este o aquel metal y, a pesar de que éstos están cementados de manera muy sólida, los rompe y separa, y cuando he observado que, al apagar el fuego, estas partículas vuelven a unirse con la misma tenacidad del principio, sin la menor pérdida de masa en el caso del oro y con una pérdida muy pequeña en el caso de otros metales, incluso si estas partes se han separado durante mucho tiempo, he pensado que la explicación puede radicar en el hecho de que las partículas extraordinariamente pequeñas del fuego, penetrando por los minúsculos poros del metal (demasiado pequeños como para dejar pasar las partículas más diminutas del aire u otros fluidos), rellenarían el vacío intermedio y así liberarían a estas pequeñas partículas de su atracción que este mismo vacío ejerce sobre ellas y que evita su separación. Así, las partículas pueden moverse libremente de modo que la masa se hace fluida y así se mantiene mientras las partículas de fuego permanecen dentro; pero si abandonan el metal y dejan de nuevo el vacío primitivo, la atracción original vuelve y las partes vuelven a cohesionarse.

Es un párrafo tan maravillosamente lleno de ideas fascinantes –unas verdaderas y otras no– que tenemos que desgranarlo poco a poco; lo hubiera roto en partes comentadas, pero no he encontrado un lugar natural para hacerlo.

Observa en primer lugar la cautela de Galileo: cuando habla con autoridad es cuando puede dar una definición operacional, explicar exactamente cómo se mide algo, cómo se comprueba la veracidad de sus afirmaciones… pero claro, aquí no puede. De modo que empieza avisando de que todo esto es una hipótesis en el mejor de los casos, y pura especulación en el peor de ellos. Pero como es Galileo, la más peregrina de sus especulaciones es afilada como una navaja.

Aunque no use esa palabra, no me negarás que la descripción del italiano es bastante claramente atomista. Explica el comportamiento macroscópico de las cosas a través de su naturaleza microscópica, y describe todas las cosas (incluyendo el fuego) como un conjunto de partículas minúsculas con vacío entre ellas.

En mi opinión, considerar en el siglo XVII al aire como un conjunto de partículas minúsculas e invisibles, pero con un determinado tamaño –ya que no pueden penetrar entre las partículas que forman la mayor parte de los materiales– y en constante movimiento es de un genio tremendo.

La explicación completa, sin embargo, es una vez más errónea: la fusión de los materiales al calentarlos no se debe a la introducción de “átomos de fuego” en su interior, sino a que la energía cinética de las moléculas es suficientemente grande como para que las fuerzas intermoleculares sean capaces de mantenerlas en posiciones fijas. El hierro fundido no permanece así porque siga habiendo partículas de fuego en el interior del hierro, por más sugerente que sea la hipótesis.

En respuesta a la pregunta de Simplicio, uno podría decir que aunque cada vacío particular es minúsculo y por lo tanto fácil de superar, su número es tan extraordinariamente grande que su resistencia combinada está, por así decirlo, multiplicada casi sin límite. La naturaleza y la magnitud de la fuerza que resulta de añadir un número inmenso de fuerzas minúsculas resulta evidente en el hecho de que un peso de millones de libras, suspendido de grandes cables, puede ser superado y levantado cuando el viento del trae innumerables átomos de agua suspendidos en forma de fina niebla y éstos, moviéndose por el aire, penetran entre las fibras de las cuerdas tensas a pesar de la tremenda fuerza del peso colgante. Cuando estas partículas entran por los pequeños poros, hinchan las cuerdas y, por tanto, las acortan, y en consecuencia elevan la enorme mole.

Aquí el atomismo no es ya implícito, sino explícito: la expresión que Galileo emplea en el original en italiano es atomi di acqua. Ya, ya sé que no existen los átomos de agua, pero él no tenía manera de saber eso – de hecho, hasta el descubrimiento de los átomos y los elementos químicos, la palabra átomo significaba algo más similar a molécula de lo que significaría luego.

No estoy seguro de a qué se refiere exactamente el italiano con este ejemplo. Al colgar una gran mole de unas cuerdas, si la niebla humedece las cuerdas, deberían hincharse y entonces ser más largas, ¿no? Algo debe de suceder que no comprendo, porque no veo cómo esa hinchazón acortaría las cuerdas, salvo que haga que las fibras se retuerzan y por lo tanto que la cuerda completa se haga más gruesa y más corta.

Sagredo – No puede caber duda de que cualquier resistencia, siempre que no sea infinita, puede ser superada mediante una multitud de pequeñas fuerzas. Así, un gran número de hormigas pueden llevar a tierra firme un barco lleno de grano. Y, puesto que la experiencia cotidiana nos muestra que una hormiga puede acarrear fácilmente un grano de trigo, está claro que el número de granos en el barco no es infinito, sino que tiene cierto límite. Si se trata de un número de granos cuatro o seis veces mayor, y ponemos a trabajar al número correspondiente de hormigas, conseguirán también llevar a tierra firme el barco. Es cierto que esto requeriría de un número prodigioso de hormigas, pero en mi opinión lo mismo sucede en el caso de los vacíos que mantienen unidas las partículas más pequeñas de un metal.
Salviati – Pero, ¿incluso si esto requiriese un número infinito, lo considerarías imposible?
Sagredo – No, siempre que la mole de metal fuera infinita; de otro modo…
Salviati – De otro modo, ¿qué? Ya que hemos alcanzado una paradoja, veamos si podemos demostrar que es posible encontrar un número infinito de vacíos en un volumen finito. Al mismo tiempo intentaremos al menos alcanzar una solución al más notable de todos los problemas que el propio Aristóteles llama maravillosos; me refiero a sus Preguntas de Mecánica. Esta solución no puede ser menos clara y contundente que la que él mismo da, y también muy diferente de la tan claramente expuesta por el sapientísimo Monsignor di Guevara.

El tal Monsignor era el Obispo de Teano, que murió tan sólo tres años después de la publicación de los Discorsi. Como casi todos los filósofos naturales de la época, Guevara se había dedicado a estudiar a Aristóteles, y había publicado un libro en 1627 titulado In Aristotelis mechanicas comentarii (Comentarios a la mecánica de Aristóteles).

El propio nombre ya indica que se trataba, como casi siempre, de aclarar, refinar y repetir las ideas de Aristóteles. Pero creo que incluso en esta etapa temprana de los Discorsi está claro que Galileo no va a hacer lo mismo, aunque es cierto que el nombre de Aristóteles aparece una y otra vez como referencia, a menudo para ser rechazada usando razonamientos nuevos.

De hecho, la solución de Galileo será muy distinta de la de Monsignor di Guevara, y ataca una cuestión diferente a la del vacío y la cohesión de los cuerpos, aunque luego vuelva al mismo problema: el concepto de infinito, y creo que es un buen lugar donde detenernos por ahora. Arrivederci.

Llega la clonación cuántica













Nota: Este artículo fue publicado el día 28 de Diciembre de 2014, Día de los Santos Inocentes. Todo lo que vas a leer es mentira, pero si te hace sonreír, ha merecido la pena.

Como bien sabéis los habituales, apenas escribo noticias en El Tamiz: no tengo tiempo de hacerlo de inmediato, y para cuando me pusiera a hacerlo ya se habría escrito sobre ellas mejor de lo que puedo hacerlo yo. Pero hay veces, como hoy, en las que no puedo evitar hacerlo, porque la noticia en cuestión es tan revolucionaria que no la puedo ignorar.

Aunque en un momento la desarrollaremos más, me refiero a la noticia de que científicos surcoreanos han logrado realizar una copia idéntica de un ser vivo empleando el teletransporte cuántico. Sé que la cosa suena sorprendente, pero espera a escuchar la historia completa.

Hemos hablado hace mucho tiempo del concepto de entrelazamiento en Cuántica sin fórmulas, así como del de teletransporte cuántico. Como vimos entonces, no se trata de un teletransporte real – más bien se trata de replicar el estado cuántico de una o más partículas de modo que otras, situadas arbitrariamente lejos, adquieran el mismo estado. Si no has leído esas dos entradas, te recomiendo que lo hagas antes de seguir con ésta o te va a costar mucho asimilarla, por cierto.

Este “teletransporte” es perfectamente viable para sistemas muy simples, formados por uno o pocos átomos: la cantidad de información que es necesario transmitir para realizar la replicación de los estados cuánticos es pequeña, y mantener las partículas entrelazadas es bastante fácil. Hasta ahora se había logrado realizar teletransportes de moléculas razonablemente ligeras a distancias no demasiado largas.

El problema práctico, no teórico, es que al aumentar el número de partículas involucradas la cantidad de información y la dificultad de mantener el entrelazamiento aumentan hasta hacer el proceso inviable… o, al menos, así era hasta hace un par de meses.

Un equipo de científicos de la Universidad Nacional de Seúl, dirigidos por el doctor Kim-Jung Woo, han conseguido algo que nunca se había logrado antes: emplear el teletransporte para realizar una copia idéntica, al nivel de estados cuánticos, de un ser vivo completo.

Espero que comprendas la dificultad descomunal de todo esto: es necesario transmitir una cantidad de información descomunal, la correspondiente al estado de todos y cada uno de los átomos del cuerpo del ser vivo, mientras se mantiene el entrelazamiento a pares de átomos entre todos los de la fuente y el destino. Y cualquier ser vivo, incluso el organismo unicelular más simple, tiene un número ingente de átomos formando sus moléculas.

El equipo de Woo no ha realizado, por tanto, ningún avance teórico, pero sí uno práctico que podría revolucionar nuestro mundo. Para conseguirlo, de acuerdo con Woo,

[…] por un lado hemos limitado la distancia a unos pocos metros, y el tiempo de entrelazamiento al mínimo, unos cuantos segundos: el necesario para transmitir los aproximadamente 3·1017 TB de información que determina el estado completo del individuo.

Básicamente, los científicos han empezado la transferencia con un conjunto de átomos “desordenados” como destino. En las primeras pruebas, para realizar copias exactas de organismos muy simples, el destino era un conjunto de células muertas de la piel, ya que contienen suficientes átomos comunes en la materia orgánica como para realizar el entrelazamiento rápidamente.

Pero el equipo de Woo ha ido mucho más allá. En palabras del responsable de la materia de destino, Kim-Jung Woo,

Al principio clonamos amebas, tripanosomas y luego piojos. Pero nuestro objetivo estaba muy claro, ya que la importancia médica es imposible de obviar: la clonación cuántica de un ser humano […] Para ello, la cantidad de materia orgánica es bastante grande, y recurrimos a un cerdo como materia desordenada de destino, ya que ello minimizaba la transferencia de información.

Pero es muy difícil asimilar la cantidad de información contenida en el estado cuántico completo de un ser humano de unos 80 kg: unos 3·1017 terabytes. Para que te hagas una idea, un disco duro de 1TB puede tener unos 2 cm de grosor. ¡Para conseguir 3·1017 terabytes haría falta apilar medio año-luz de discos duros!

¿La solución? La computación cuántica. Los científicos surcoreanos han construido la red más poderosa de ordenadores cuánticos creada jamás. Durante los diez segundos del funcionamiento de la prueba final del experimento, fue necesario apagar las luces de más de la mitad de Seúl para que los ordenadores pudieran alimentarse de la energía necesaria.

De acuerdo con Kim-Jung Woo, responsable de la red de computación cuántica,

Aquí se encuentra la principal limitación de esta tecnología. El consumo energético necesario para transmitir el estado de un solo ser humano equivale a varias decenas de millones de dólares, y sólo los más ricos podrán permitírselo.

¿Para qué querría alguien realizar una clonación cuántica de su propio cuerpo? Para realizar transplantes, por ejemplo: incluso aunque la investigación sobre células madre siga avanzando hasta que podamos crear un riñón en laboratorio, por ejemplo, el proceso siempre durará meses o años. Pero la clonación cuántica es instantánea: bastan unas chuletas de cerdo en un extremo, el ser humano en el otro, y en unos segundos habrá dos seres humanos idénticos, con órganos y estructuras indistinguibles.

De este modo, partiendo de una copia idéntica de cualquier órgano, sería posible modificarlo a posteriori para que tuviera las características adecuadas; también sería posible realizar operaciones quirúrgicas arriesgadas en un paciente de manera que, si se daña algún órgano, se pueda reemplazar con la copia idéntica.

Sin embargo, la técnica supone un dilema ético terrible: pronto, el equipo de Woo descubrió que la mente del ser humano está definida única y exclusivamente por el estado cuántico de cada átomo del sistema nervioso. Esto significa que al realizar la clonación cuántica de una persona, la fuente y el destino son mentalmente iguales, incluyendo la conciencia de sí.

El problema es el siguiente: si se acaba con la vida del clon creado ex profeso para ello, ¿estamos cometiendo un asesinato? Si su mente es la misma que la del original, ¿no es un ser humano moral y legalmente tan legítimo como el primero?

De acuerdo con Kim-Jung Woo, la solución es clara. Nadie puede decidir eso más que el propio individuo:

Así lo hicimos con el sujeto de prueba, Kim-Jung Woo. Una vez hecha la copia para extraer órganos, le preguntamos al original si quería realizar el proceso, y accedió. Después de la replicación le preguntamos de nuevo, y también accedió, ya que consideraba que la copia sería redundante y “él mismo” era el original… pero claro, se lo habíamos preguntado a la copia, aunque no lo supiera.

El Kim-Jung Woo orginal, de acuerdo con el doctor Woo, ya no existe, pero no importa porque sí existe en la forma de Kim-Jung Woo, el actual director del proyecto. El resto de firmantes del paper, que sin duda se llevará el Nobel de medicina de este año, son Kim-Jung Woo, Kim-Jung Woo, Kim-Jung Woo, Kim-Jung Woo, Kim-Jung Woo y Kim-Jung Woo.