Tras la pausa habitual debida a series más ordenadas que ésta, hoy volvemos a recorrer asuntos variados de forma caótica en Hablando de…. En los últimos artículos de esta serie, que ya tiene los veinte primeros publicados en forma de libro, hemos hablado acerca del ascensor espacial, propuesto por primera vez por Konstantin Tsiolkovsky, partidario (como casi todos sus contemporáneos) de la eugenesia, promovida por Sir Francis Galton tras ser inspirado por el debate Huxley-Wilberforce sobre la evolución, en el que participó el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, que utilizó para defender las ideas de su amigo un cráneo de Homo neanderthalensis, nombre científico según el sistema creado por Carl Linneo y empleado en su obra magna, el Systema Naturae, que acabó en el Index Librorum Prohibitorum, lo mismo que todas las obras de Giordano Bruno, prohibidas por el Papa Clemente VIII, quien en cambio tres años antes dio el beneplácito de la Iglesia al café, bebida protagonista de la Cantata del café de Johann Sebastian Bach. Pero hablando de Johann Sebastian Bach…
Aviso: Este artículo no es sólo mío. Tal vez conozcas Historia de un ignorante… ma non troppo, de Macluskey, la serie en la que nos deleita de vez en cuando con obras de música clásica analizadas de manera asequible para ignorantes como yo. Esta entrada repite fragmentos de su maravilloso artículo sobre la Toccata y Fuga en re menor de Bach, además del hecho de que mi renovado interés en Johann Sebastian se debe, básicamente, a ese artículo de Macluskey. Si no conoces la serie en general, y esta entrada en general, ¿a qué estás esperando, alma de cántaro? Posteriormente hablaremos de otra entrada más dedicada a una obra de Bach, también imprescindible, pero puedes empezar con ésa.
En cualquier caso, mientras que Mac es ignorante ma non troppo, yo soy ignorante troppissimo. La música, como las matemáticas, es cruel… yo las amo, y ellas me desprecian. Me emociono con ellas (y, en el caso de Bach, ambas se combinan para un mayor placer), y a veces veo un rasgo, una pincelada que comprendo en ellas… pero siempre acaban escapándose y no consigo entenderlas de verdad. ¡En fin! El caso es que en este artículo probablemente se digan barbaridades, y acepto gustoso las correcciones que quienes sabéis de música tengáis a bien hacer. Mi intención, como siempre en esta serie, no es dar una cantidad enorme de información, sino dar pinceladas y, si es posible, despertar en ti el gusanillo para que sigas aprendiendo de este asunto utilizando fuentes más doctas que ésta.
Dicho esto, vamos con el divino alemán.
Este futuro adicto a la cafeína nació en 1685 en Eisenach, en Turingia. Aunque, como veremos luego, su talento era extraordinario, su destino como músico estaba más o menos decidido desde su nacimiento, porque mamó música desde la cuna. Tanto su padre como varios de sus tíos eran músicos profesionales, y la familia Bach tenía una reputación considerable antes de que Johann Sebastian tocase una sola nota; posteriormente, claro, la fama del recién llegado eclipsaría a las de toda su familia, anterior y posterior, y hoy en día para referirnos a cualquier Bach menos a él hace falta decir el nombre de pila, mientras que Bach a secas sólo hay uno. Antes de que Johann Sebastian se convirtiera en el genio que resultaría ser, “el Bach” era su tío Johann Christoph, un organista muy famoso que murió cuando el joven Bach tenía sólo nueve años.
Aunque su padre, Johann Ambrosius, lo introdujo en el mundo de la música, la mayor influencia en la infancia de Bach se debió a su hermano mayor Johann Christoph (sí, el mismo nombre que el tío). Los dos padres de Bach murieron muy pronto y a los diez años era huérfano, con lo que su hermano se hizo cargo de él. Johann Christoph era maestro organista en la ciudad de Ohrdurf, también en Turingia, con lo que el chaval se convirtió en una especie de ayudante y aprendiz de su hermano: copiaba obras musicales e imagino que era “el becario” que hacía todo tipo de trabajos necesarios y aburridos, pero de paso aprendía rápidamente teoría y práctica musical en general, y del órgano en particular –aunque Johann Christoph también lo instruyó en otros instrumentos de teclado de la época–.
El mundo de Bach, a pesar de su hermano, se hubiera quedado bastante pequeño en Ohrdurf, pero a los catorce años recibió una beca y se mudó a Lüneburg (cerca de Hamburgo), donde entró a formar parte del coro de la Escuela de San Miguel y recibió la educación formal de la época; la Escuela de San Miguel era un colegio de mucho prestigio, al que acudían los hijos de muchos nobles alemanes. Bach tuvo, como consecuencia de estudiar allí, una educación exquisita, y aprendió varios idiomas, física, matemáticas, geografía, etc. Naturalmente, su formación musical avanzó mucho allí, aunque no sé si ya destacaba como intérprete de órgano y clavicordio o no.
Sospecho que, tan joven aún, sus habilidades no debían de ser demasiado impresionantes, porque tras salir de la escuela hizo las pruebas de organista en Sangerhausen… y no lo contrataron. Quien se convertiría en el compositor más importante del barroco –y, para algunos, el más brillante que ha existido nunca– entró a formar parte de la troupe musical de la corte del Duque de Weimar, en su natal Turingia. Una vez más, sus tareas seguramente fueron menores y “de becario” a sus 18 años. Sin embargo, aquí su talento ya debe de haber sido notable, pues tras sólo siete meses en Weimar, fue contratado como organista por la Iglesia de San Bonifacio en Arnstadt. Esta ciudad también está en Turingia y la familia de Bach era lo suficientemente influyente en la zona como para haber tenido un papel en esta contratación… pero no creo que hubieran elegido a Johann Sebastian si no hubiera sido un organista realmente bueno.
En esta primera época de su vida, Bach no permaneció demasiado tiempo en ningún puesto ni en ninguna ciudad. En Arnstadt sólo estuvo tres años, tras los que obtuvo un mejor puesto en Mühlhausen, donde se casó con una prima segunda, Maria Barbara. Tampoco duró mucho más de un año en Mühlhausen, y en 1708 volvió a Weimar otra vez, ¡a la corte del mismo Duque de Weimar de unos años antes! _Pero ahora, con veintitrés años, Bach ya no es un mindundi: vuelve como maestro de conciertos y organista de la corte, con un gran número de músicos a su disposición y con un prestigio considerable. En Weimar compone una barbaridad de obras: antes, como había sido organista de iglesias, había escrito música mayoritariamente religiosa, pero ahora escribe mucha música sacra, de complejidad cada vez mayor, deleitándose sobre todo en la maravilla que es el _contrapunto, del que hablaremos en un momento.
No estoy seguro de por qué, Bach acaba muy mal en Weimar. Tras la boda de la hermana del Príncipe Leopold de Anhalt-Köthen con el Duque de Weimar, Leopold echa el ojo a Bach –profesionalmente, se entiende–, y cuando el director musical de su corte se va, ofrece el puesto a Johann Sebastian. Bach acepta, pero parece ser que no sigue los procedimientos correctos al solicitar su baja, y el Duque de Weimar no se anda con chiquitas – Bach es arrestado y permanece detenido casi un mes. Finalmente, en 1718 consigue largarse y unirse a la corte de Leopold.
Durante esta época, Bach sigue componiendo mucha música no religiosa, porque Leopold era calvinista, y la tradición calvinista utilizaba música religiosa muy simple… demasiado simple para estimular a Bach. De modo que durante estos años compone, por ejemplo, los famosos Conciertos de Brandeburgo y varias obras de El clave bien temperado, del que hablaremos en un rato. Creativamente es una muy buena época para él, aunque personalmente no tanto, ya que su mujer muere. Naturalmente, un viudo en esa época no duraba mucho, y muy pronto se casa de nuevo, con una muchacha de dieciocho años –él tenía treinta y cinco–, con la que tendría una barbaridad de hijos.
Finalmente, en 1723 abandona a Leopold para asentarse en lo que será su hogar hasta su muerte en 1750: Leipzig, en Sajonia. Allí se convierte en Cantor de la Thomasschule, la Escuela de Santo Tomás, además de director musical de muchas iglesias de la ciudad y una verdadera personalidad. Allí es donde representa la Cantata del café en la que, humorísticamente, elogia la bebida que tanto le gustaba, y allí pasa los veintisiete años de vida que le restan.
Bach, unos meses antes de morir (1750).
En este caso, dadas sus responsabilidades, compone mucha música sacra: la Thomasschule y la Thomaskirche a la que pertenece son luteranas; el propio Bach era un ferviente luterano, y su fe se vuelca en muchas de sus obras religiosas, como la Pasión según San Mateo que compondrá en Leipzig. Si no conoces esta obra y, sobre todo, si tienes la idea equivocada de que la música de Bach es “intelectual” y no “emocional”, podrías utilizar el tiempo de maneras inútiles, o bien dirigirte a la magistral entrada de Macluskey en El Cedazo sobre esta misma obra, en la que puedes escucharla de cabo a rabo mientras aprendes sobre ella. Es un magnum opus de tal magnitud que no puedo ni empezar a describirla aquí.
La Pasión según San Mateo, de la mano del propio Bach.
Tampoco significa esto que abandone las obras más juguetonas, más matemáticas y menos profundas emocionalmente… que son, aunque suene irreverente, las que más me gustan. Su inacabada El arte de la fuga, publicada tras su muerte, es de una complejidad y maravilla tremendas. Y de eso quiero hablar precisamente: de juegos, complejidad y maravilla.
Como he dicho al principio, yo amo la música pero ella no me corresponde y no se rinde a mí: no la entiendo. Escuchar a Bach, por ejemplo, me produce un gran placer, y sé que parte de ese placer es intelectual e involucra las matemáticas, pero no sé exactamente cómo ni por qué. Con la ayuda de Macluskey y algún artículo al que enlazaré al final, voy a intentar explicar, con las limitaciones de espacio, conocimientos y talento evidentes, al menos por dónde van los tiros.
La música de casi cualquier cultura y época tiene dos elementos comunes: el ritmo y la melodía. El ritmo depende, básicamente, de la repetición de los sonidos en intervalos determinados, y es posible tener ritmo con un instrumento de percusión que ni siquiera produzca notas reconocibles. Dependiendo de la época y el tipo de música, el ritmo es más o menos importante –en la música más popular hoy en día, por ejemplo, tiene un papel fundamental–, pero ha estado ahí casi desde el principio. La melodía también ha estado ahí desde que se emitió el primer sonido musical con la voz: se trata de la sucesión de sonidos de diferentes frecuencias, en distintos momentos, que se convierte en nuestro cerebro, en vez de en una sucesión de “cosas” separadas, en “una sola cosa” que resulta agradable de escuchar. Puesto que la melodía incluye los momentos en los que se introduce cada diferente sonido, el ritmo es parte de ella – pero es posible tener ritmo sin melodía. El caso es que tanto ritmo como melodía son ancestrales, y durante mucho tiempo fueron suficientes. Qué sucesiones de sonidos resultan agradables es, por cierto, una cuestión muy interesante, aunque de ello hablaremos dentro de un rato, pues Bach tiene mucho que ver con el “sistema de generación de melodías” que utilizamos hoy en día.
Improvisar un determinado ritmo, si se tiene algo de talento, es sencillísimo. Algo parecido sucede con la melodía: sabiendo algo de música y teniendo las aptitudes necesarias, es sencillo improvisar una melodía que suene bien y sea razonablemente interesante. Por eso las músicas que emplean sólo estos elementos no necesitan realmente de la escritura musical: es posible improvisarlas sin problemas, y si se escuchan unas cuantas veces, repetirlas con bastante fidelidad. De hecho, en muchos casos el propio concepto de una estructura musical fija y permanente en el tiempo es una cosa absurda, y cada intérprete toca la música como le parece, aunque sea inspirada en melodías escuchadas anteriormente. A lo que voy es a esto: con ritmo y melodía no hace falta planificar nada, y la música no necesita demasiado de la razón.
Sin embargo, en ciertos momentos y lugares –no en todos, y varias músicas del mundo nunca han utilizado más que melodía o ritmo– apareció un elemento nuevo: la armonía. En Europa, por ejemplo, esto empezó a suceder en la Alta Edad Media en algunos coros de música religiosa. Era posible utilizar más de una voz al mismo tiempo –al principio, literalmente voces humanas, pero el término se refiere también a varios instrumentos tocando melodías distintas– , y obtener un resultado muy agradable al oído. Se trata de la polifonía frente a la monodia de una sola voz, y consiste precisamente en eso: en producir más de una melodía simultáneamente, de modo que el conjunto suene bien. Esto es muchísimo más difícil de conseguir que de sugerir, pero el resultado es maravilloso cuando se hace bien.
La cuestión está en que, igual que las sucesiones de sonidos de distintas frecuencias pueden sonar bien o mal dependiendo de la relación entre ellos, lo mismo pasa para varias melodías simultáneas: dependiendo de qué notas musicales suenen a la vez o muy próximas, la cosa suena muy bien o fatal. Por lo tanto, hace falta elegir las notas de cada melodía que vaya a sonar a la vez de modo que “encajen” unas con otras. Estoy seguro de que alguna vez has escuchado “Noche de Paz” cantada a dos voces, y la relación entre ellas da una riqueza a la música que no está ahí cuando se canta con una sola voz. Es como si se añadieran “capas melódicas”, en vez de tener una música más “plana”: esta dimensión vertical es tanto más rica cuantas más melodías se añaden, pero también se hace más complicada.
Los primeros ejemplos de esto son, de hecho, bastante simples, pero en ellos está ya el cambio de paradigma: la música se convierte en algo planeado e intelectualmente complejo. Hace falta elegir melodías que encajen entre sí, y esto requiere de cuidado y, por así decirlo, “cálculo”, aunque se trate de una clase de cálculo que involucra el talento musical. No en vano es tan común que quien sea talentoso en matemáticas lo sea también musicalmente. Además de la mayor dificultad al componer, este tipo de obras prácticamente requieren de una forma escrita, sobre todo si hay más de dos voces, porque ¿cómo demonios se va a acordar alguien de lo que ha oído sin apuntarlo en algún sitio? Tanta planificación debe quedar registrada, al menos de forma esquelética –era muy común escribir la “base” de cada voz, y que el intérprete improvisase sobre ella, pero siempre volviendo a ese esqueleto de referencia–.
Tampoco es fácil interpretar música de varias voces: ¿cómo lo haces, por ejemplo, con una flauta? Básicamente hay dos opciones: o bien hay varios músicos involucrados, como en el caso de un coro, o bien el instrumento de un solo intérprete permite tocar varias melodías simultáneamente, como pasa con un arpa, un clavecín o un órgano. De modo que esto no sólo hace la música más difícil de componer, sino también de interpretar: la música va abandonando su accesibilidad. Cualquiera puede inventar una pequeña y simple melodía, o un ritmo de tambor, pero ¿intercalar dos voces que suenen bien juntas, y luego interpretar eso? Ya no es tan fácil.
De hecho, en parte el cambio está también ahí: se empieza a escribir música que no sólo suene bien, sino que consiga cosas difíciles. Así no sólo se pone de manifiesto la maestría del compositor al escribirla y del músico al interpretarla, sino que se enfatiza el carácter de juego de la música: ¿hasta dónde puedo llegar? ¿puedo empezar con una melodía y luego añadir una segunda, y una tercera, que hagan cosas realmente complicadas pero que el conjunto suene bien? ¿puedo empezar con una melodía que repita lo mismo y luego cambie ligeramente y que las otras cambien con ella? Cosas así: un juego para el compositor, para el intérprete y para el oyente, algo así como un juego circense de equilibrio o malabarismo, pero intelectual.
Contrapunto en una obra de Bach.
En el Renacimiento aparece un tipo nuevo de polifonía, el contrapunto, que viene del latín punctus contra punctum, estrictamente punto contra punto pero que significa realmente nota contra nota. Alguien que sepa más que yo seguramente podría dar definiciones estrictas, pero dicho mal y pronto, el contrapunto es un paso más allá de la polifonía “a secas”, el término con el que suele llamarse antes de que aparezca el contrapunto. En él, las melodías no sólo son diferentes, sino que ni siquiera tienen siempre el mismo ritmo, y cada una de ellas sería una pieza fascinante en sí misma. Si has oído el “Noche de Paz” a dos voces que he mencionado antes, una de las voces podría cantar el villancico a solas y sonaría perfectamente normal, pero la otra sonaría un poco rara, porque es claramente el acompañamiento de la primera; además, las dos melodías cambian de nota a la vez – muy simple, no es contrapuntística.
Antes del contrapunto renacentista ya se vislumbraban avances en ese sentido. Por ejemplo, la forma musical del canon, como seguro que sabes, tiene como peculiaridad el hecho de que empieza una sola voz y, en un momento determinado, aparece una segunda que repite la melodía de la primera con cierto desfase. Para escribir un canon, por tanto, hay que conseguir que notas de la melodía que compones suenen bien con notas posteriores de la propia melodía desfasadas un tiempo determinado… una tarea que requiere esfuerzo y planificación, aunque nada comparado con lo que estaba por venir.
En el contrapunto renacentista y, más aún, en el barroco –del que Bach es el punto culminante–, cada melodía es realmente compleja, cambian de nota de forma independiente y son maravillas por separado. Aunque no sea un instrumento tan grandioso como el órgano o el piano, o incluso que el más humilde clavecín, el humildísimo clavicordio me parece una manera estupenda de expresar lo que digo, porque la propia sencillez del instrumento permite fijarse en las dos voces entrelazadas. Mientras sigues leyendo, te recomiendo que lo hagas escuchando esta breve interpretación de una obra del propio Bach (la Giga de su Suite Inglesa número 2) en la que hay dos voces que se entrelazan de una forma maravillosa –una ejecutada con cada mano–:
A veces las dos notas suenan a la vez, a veces suena la nota de una melodía mientras hay silencio en la otra, y luego la primera calla y suena la segunda, y luego la primera mientras calla la segunda, pero todo sucede muy rápido, con lo que es como si hubiera una sola melodía de la que cada voz reproduce una mitad… pero de pronto ambas se unen y suenan a la vez, o una se vuelve lenta mientras la otra es rápida, una sube a frecuencias mayores mientras la otra baja más lentamente a menores, etc. Vamos, que componer algo así es, en complejidad, un paso tan grande sobre la polifonía del siglo X como ésta es sobre una melodía simple del siglo IV. Y esa complejidad añade “capas de placer” a la escucha de esas obras.
Como ves, a pesar de utilizar sólo dos voces, el contrapunto de Bach en la pieza de arriba es deliciosamente complicado. A algunas personas este tipo de música les resulta algo fría, lo cual es perfectamente razonable; el propio Bach tiene otras obras mucho más “emocionales”, como la Pasión que hemos mencionado antes. Sin embargo, creo que a veces despreciamos el placer intelectual sin razón – hay un lugar y momento para cada cosa. Algo parecido pasa con las ecuaciones: a mucha gente ver la identidad de Euler puede parecerles frío y sin mucho sentido, mientras que otros pueden encontrarla bella y, el comprenderla o pensar sobre ella, actividades placenteras.
Identidad de Euler. ¿Belleza? ¡Ya lo creo que sí!
El propio Bach compuso obras de una complejidad apabullante; tanto es así que, a diferencia de otros compositores de la época, dejaba poco lugar a la improvisación, pues a diferencia de obras más simples, en muchas de las suyas las notas encajan con tal precisión que es difícil hacer cualquier otra cosa que no sea la planeada por el compositor. A mí me resulta especialmente placentero, en el caso de obras como la de arriba, mirar las manos del intérprete según toca, porque me da una idea más acertada –en mi ignorancia– de lo que está haciendo cada melodía, aunque suenen ambas a la vez.
Sin embargo, para mí el “antes y después” al escuchar a Bach lo supuso un vídeo que Macluskey mostró en su artículo sobre la Toccata y fuga en re menor: una visualización de las notas de cada voz. Mi problema es que, al ser un zopenco, cuando la cosa se complica demasiado y, sobre todo, cuando hay más de dos voces, lo que acabo oyendo es una pieza monolítica y no soy capaz de saber qué voz es cuál. Desde luego, no hay nada malo en ello, pero cuando vi el vídeo que nos enseñó Mac, en el que pueden visualizarse las notas de una forma muy clara para el profano, fui consciente de la riqueza de la obra y las relaciones entre voces de una manera que nunca había sido antes. El contrapunto no será lo mismo para mí tras experimentarlo así; y espero que, si no leíste aquella entrada de Mac, no lo sea para ti tras ver el siguiente vídeo.
En este caso se trata de la Fantasía y Fuga en la menor, BWV 904 (BWV significa “Bach Werke Verzeichnis” es decir, “Catálogo de Obras de Bach”, para que te hagas una idea de la cantidad de cosas que escribió este individuo excepcional). En este caso no hay dos voces intercaladas… ni tres… sino cuatro. Sin esta visualización, yo sería incapaz de seguirla. Aunque esta interpretación es con varios instrumentos, por cierto, la obra está escrita originalmente para ser interpretada en un clavicordio, ¡llevando dos voces con cada mano! En este caso, te recomiendo que no sigas leyendo, sino que te pierdas en la visualización de la música y, si no lo has sentido hasta ahora, te regodees como un niño ante el juego que se presenta ante ti. No te pierdas el tema inicial, que entra luego como la segunda voz, como si fuera un canon, y una tercera, y una cuarta, pero no se limita a repetirlo, sino que… ¡aaah, no puedo describirlo, mejor lo experimentas tú mismo!:
Tal complejidad requiere, además del talento y los conocimientos suficientes, de una teoría musical avanzada, avanzadísima: a una especie de aproximación cuasi-científica a la composición. Y los compositores se encontraban con un problema que no había existido cuando la música era cantada con voces humanas y, sobre todo, cuando existía una sola voz: cuando se subía mucho por la escala musical o se bajaba mucho, las cosas no encajaban. Explicar esto en detalle sería muy largo, pero intentaré resumirlo para que te hagas una idea, ya que el bueno de Bach hizo avanzar las cosas mucho en este sentido.
Para el oído humano, cuando se duplica la frecuencia de un sonido, se percibe otro muy parecido al original; por ejemplo, la frecuencia de 440 Hz corresponde a la nota la. Si escuchas otro sonido de 880 Hz, volverá a sonarte como la, aunque más agudo. Estás oyendo la misma nota, pero una octava más arriba. Lo mismo con cualquier otro múltiplo similar: 27,5 Hz, 55 Hz, 110 Hz, 220 Hz, 440 Hz, 880 Hz, 1760 Hz, 3520 Hz, 7040 Hz, 14080 Hz… todos te sonarán como la misma nota, subiendo o bajando octavas.
¿Por qué “octavas”? Porque en casi todos los sistemas musicales que alcanzan cierto nivel teórico se divide ese intervalo entre una frecuencia y su doble en siete trozos. Cómo se divide depende del sistema musical, y cada uno tiene ventajas e inconvenientes. Por razones que desconozco, ciertos múltiplos y submúltiplos de una frecuencia “suenan bien” a nuestro oído (son consonantes entre sí) mientras que otros no (son disonantes). Por ejemplo, ya hemos dicho que f y 2f son la misma nota. 1,5f, es decir, 3/2 de f, también suena bien con ellas; y lo mismo sucede con 4/3 de f, pues 4/3 de f es 2/3 de 2f. Con lo que ya tenemos varias notas consonantes de f: 4f/3, 3f/2 y 2f. Pero si repetimos el proceso tenemos que 3f/2 * 3/2 suenan bien entre sí, lo que nos da 9/4 de f. Pero ¡un momento! 9/4 es más de dos, así que si nos mantenemos en el intervalo f-2f tenemos que dividir esa cantidad por 2, que será la misma nota musical, pero dentro de nuestra octava: así tenemos 9/8 de f.
Si hacemos lo propio con 9/8 * 3/2 tenemos 27/16 de f, que también está dentro de nuestro intervalo. Ya tenemos como múltiplos de f: 1, 9/8, 4/3, 3/2, 27/16, 2. Pero 27/16 * 3/2 resulta ser 81/32, que es más grande que 2, luego lo dividimos entre 2 y tenemos 81/64 que sí entra dentro de nuestro intervalo. Hemos llegado casi al final: 1, 9/8, 81/64, 4/3, 3/2, 27/16, 2. Puesto que 81/64 * 3/2 es 243/128, que sigue estando dentro de nuestro intervalo, tenemos la secuencia de ocho notas: 1, 9/8, 81/64, 4/3, 3/2, 27/16, 243/128, 2, es decir una octava. Podríamos seguir dividiendo, pero tradicionalmente sólo se da “nombre propio” a esas siete notas –recuerda que la octava vuelve a ser la primera–… sólo que hoy no utilizamos estas proporciones.
Durante muchos siglos se emplearon éstas, pero había un problema, para el que tenemos que seguir hablando de múltiplos de frecuencia. Como puedes ver, la quinta nota respecto a la primera tiene una frecuencia de 3/2 (1, 9/8, 81/64, 4/3, 3/2), por lo que está una quinta por encima de ella. Cuando empezaron a componerse obras polifónicas, se vio que una melodía interpretada en una frecuencia y una quinta por encima o por debajo sonaba muy bien. Hasta aquí, todo perfecto.
El problema está en llevar el asunto más lejos: una quinta por encima de una quinta está 3/2 * 3/2 por encima, es decir, 9/4 por encima de ella, y sigue sonando bien con la primera. La siguiente está 9/4 * 3/2 por encima, es decir, 27/8, etc. Si seguimos subiendo quintas –y el oído humano puede percibir un rango de frecuencias bastante grande, entre 20 y 20 000 Hz para un jovenzuelo–, la cosa ya no suena tan bien. Por ejemplo, doce quintas por encima de la nota original estamos en una frecuencia (3/2)12 veces superior, es decir, 129,746337891 veces superior. Y esa nota es casi, casi, casi exactamente igual que la nota inicial. Fíjate: al duplicar la frecuencia, mantenemos la nota en la siguiente octava. La siguiente es 4 veces superior, la siguiente 8, 16, 32, 64 y 128. De modo que subir doce quintas y subir siete octavas es muy parecido. Pero, como comprenderás, oír dos sonidos de frecuencias similares pero no iguales es discordante, y las cosas suenan fatal cuando utilizas esas proporciones y vas muchas quintas arriba o abajo.
De modo que, si te restringes a una sola voz –de modo que no pueda comparar su frecuencia con ninguna otra más que la de las notas que la preceden y la siguen– y a una sola quinta o unas poquitas alrededor de la inicial, todo va bien. Pero si quieres escribir una obra contrapuntística en la que varias voces suenan simultáneamente con frecuencias muy diferentes, te encuentras con un problema. Todo se resolvería perfectamente si (3/2)12 = 27, es decir, si 129,746337891 fuera 128. Y la manera de resolverlo, de una manera elegante y mucho más simple que todo ese tostón de 81/64, 243/128 y demás, es el temperamento igual, uno de cuyos primeros defensores fue un compositor, teórico de la música e intérprete de laúd italiano, cuyo apellido tal vez te suene: Vincenzo Galilei. Pero ¿en qué consiste el temperamento igual?
La idea es la siguiente: entre cada una de las notas de la afinación o temperación que he descrito arriba (1, 9/8, 81/64, etc.) no hay intervalos de proporciones uniformes. Pero ¿qué sucedería si los cambiáramos, de modo que al subir doce quintas obtuviéramos, en vez de 129,746337891, 128? Resolverlo matemáticamente no es difícil. En vez de 3/2 para la quinta, utilicemos otro número, x, de modo que x12 = 27. Si despejamos x, tenemos que x = 27/12, es decir, 1,49830707688… en vez de 1,5 (es decir, 3/2). La diferencia entre una quinta de 3/2 y una quinta de 27/12 es de tan sólo el 0,1%, algo inapreciable para casi cualquiera –no sé si alguien con un oído privilegiado puede notar la diferencia–.
Con el sistema defendido por Galilei, la octava puede dividirse en doce notas, cada una de las cuales tiene una frecuencia 21/12 veces la anterior, de modo que la número doce sea 212/12 veces la primera, es decir, el doble de frecuencia. Si nos movemos siete posiciones sobre la primera, tenemos una frecuencia 27/12 la primera, es decir, una quinta por encima. Evidentemente, no se le da nombre a todas, sino que algunas de las doce son sostenidos/bemoles, para mantener los nombres antiguos del resto, con lo que las siete notas de antes tienen ahora otras intermedias que no reciben nombre propio.
Con este temperamento igual es posible subir o bajar quintas indefinidamente sin temor: cada doce quintas que se suba o se baje, uno estará cinco octavas por encima o por debajo, y todo encaja perfectamente para composiciones con voces muy separadas, en frecuencia, unas de otras. Pero hay un problema que, para algunos, era tremendo: sí, tal vez la diferencia fuera pequeña en porcentaje, pero hay una diferencia conceptualmente tremenda… los intervalos de antes eran todos fracciones –unas más simples que otras, pero fracciones–. El nuevo sistema supone que todos los intervalos sean números irracionales, inexpresables mediante cualquier fracción algebraica. ¡Infinitos decimales, maldición! La imperfección conceptual era insoportable para muchos, y la idea establecida desde épocas ancestrales (Pitágoras) de que las notas son consonantes cuando las frecuencias tienen proporciones de fracciones sencillas estaba en peligro.
De modo que había que elegir: la perfección de las fracciones y las “notas perfectas” que restringían las composiciones, o la aproximación de las “notas imperfectas” que se parecían mucho a las originales pero no eran exactamente iguales, y estaban descritas por raíces duodécimas. ¿Merecía la pena la aproximación? ¿Era posible componer obras tan complejas y maravillosas que nunca se hubieran podido hacer con el antiguo sistema? ¿Quién podía decirlo? ¿Quién?
Johann Sebastian Bach. Con un par.
Para demostrar la riqueza del temperamento igual, nuestro cafeinómano compuso dos preludios y dos fugas en clave mayor, y dos en clave menor, para cada una de las doce notas en las que rompía la octava el temperamento igual. Obras de una precisión, complejidad, belleza e inteligencia absolutamente indescriptibles, que compiló en una obra de dos volúmenes, Das wohltemperierte Klavier (El clave bien temperado ), donde el “clave” es el teclado, referido a un clavecín afinado con el nuevo sistema.
Se trata de una especie de “¡zas, en toda la boca!” a los detractores del nuevo sistema, que agacharon las orejas, reconocieron la maestría de Bach y la superioridad del nuevo sistema de afinación, y a otra cosa, mariposa. Ni Mozart, ni Beethoven, ni tantos otros hubieran podido componer lo que compusieron sin esta proeza de Johann Sebastian Bach. Estos compositores, por cierto, fueron admiradores profundos de Johann Sebastian, en una época en la que su popularidad no era tan grande como su talento merecía.
Sí, aunque parezca mentira, tras su muerte, Bach fue recordado más como profesor y padre de algunos de sus hijos –también compositores e intérpretes– que como compositor. Estaba surgiendo un nuevo tipo de música, el barroco moría, y Bach resultaba anticuado. Sólo algunos genios –como Beethoven o Mozart– eran conscientes, al leer sus partituras o escuchar sus obras, de la enormidad de su genio. En algunos casos puede incluso notarse un “antes y después” de compositores que, tras exponerse a la música de Bach, escriben de un modo más complejo y “contrapuntístico”. Pero al gran público hubo que redescubrírselo, y el responsable principal fue el bueno de Felix Mendelssohn, quien representó una versión abreviada de La Pasión según San Mateo en Berlín en 1829 y dejó al público patitieso. A partir de entonces, Bach recuperó su trono y ahí ha permanecido hasta ahora, y su aproximación “científica” a la música no tiene igual.
Vincenzo Galilei (c. 1520-1591).
Sin embargo, aunque no sea comparable a él, no debemos olvidar al otro “científico musical” del que hemos hablado hoy, Vincenzo Galilei, quien ya propuso la temperación igual bastante tiempo antes de Bach, además de realizar distintos experimentos relacionados con la acústica con un rigor y una inteligencia notables. Desde mucho tiempo atrás se sabía, por ejemplo, que la frecuencia de un sonido emitido por una cuerda tensa era inversamente proporcional a la longitud de la cuerda, pero Galilei descubrió que era también proporcional a la raíz cuadrada de la tensión de la cuerda. Para demostrarlo, Vincenzo utilizaba pesas, que colgaba de las cuerdas: cuanto más peso colgaba de la cuerda, más tensa estaba, y más agudo era el sonido emitido. Para producir dos notas separadas, por ejemplo, por una quinta (recuerda, frecuencias en una relación de 3/2), no hacía falta poner 3/2 veces más peso en una cuerda que en otra… sino 9/4.
Esta sistematización del estudio de la acústica es extraordinaria –estamos hablando del siglo XVI–: observación de un sistema físico, experimentación y modelización matemática posterior para establecer predicciones. Y este modo de hacer las cosas, aunque con un genio mucho mayor, fue inculcado a su hijo, el divino Galileo Galilei. Pero hablando de Galileo Galilei…